Crónica de un fracaso anunciado

                                                     


¿Cómo se le dice? Ah, sí, una profecía autocumplida. Eso fue.
Nunca tuve un espíritu deportivo. Mis dos mayores logros fueron ser elegida como defensa de pelota al cesto, en sexto grado de la primaria, en un único torneo entre escuelas y el elogio de mi profe de natación: “sos una buena pechista”, aunque jamás aprendí el estilo mariposa, en espalda era un queso y en crol, mediocre.
Pero las crisis no pasan porque sí y el año pasado me propuse salir a correr.
Estimulada por las fotos de amigos, conocidos e ignotos en Facebook, viendo la proliferación de carreras, una mañana, bien temprano, cuando mis hijas ya habían salido para la escuela, rompí con la inercia procastinadora y me fui a la Plaza Rivadavia.
Empecé caminando, soy conciente de mis limitaciones. Ese primer día fue un éxito: alcancé a correr dos cuadras. Para mí, eso fue como haber escalado el Everest.
Las dos semanas siguientes fueron una cosecha de éxitos. Había logrado salir tres veces en cada semana y alternar caminata y corrida a razón de 2/4: cada cuatro cuadras caminadas, dos eran corridas. Durante 45 minutos. Sabía que no era lo ideal pero me sentía en carrera, precisamente.
Me compré un corpiño deportivo, empecé a investigar en internet y a intercambiar consejos y opiniones con corredores amateurs. Me bajé una aplicación al celular y música acorde al mp3. Le encargué zapatillas “de running” a mi hermana, en el exterior están más baratas. Mis hijas me regalaron una calza y una campera deportiva para mi cumpleaños.
La tercera semana no trajo buenos augurios. En el entusiasmo me extralimité y aumenté el desafío. Llegué a correr dos cuadras cada tres caminadas y durante una hora. Al otro día no me podía mover. Cada movimiento se volvió una tortura, hasta los más simples.
Esperé cuatro días y, creyéndome recuperada, volví a la plaza. Duré diez minutos. Mis piernas no respondían, era un mamut en una playa de arena seca. Me volví a mi casa. Dos días después, lo intenté por última vez. Si bien la pesadez no era tan notoria, no estaba disfrutando ni siquiera del aire fresco de la mañana.
Y después, ya no volví a ir.
Ahora me consuelo con la llegada del otoño, que con mejor clima va a ser mejor. Me autoengaño, me digo que una vez establecida mi rutina, definitivamente, mis horarios y actividades cotidianas, todo va a resultarme más fácil, más propicio.
En el fondo sé que no es más que otra postergación, una más para evitar verle la cara al fracaso.

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