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LCDTM o cómo puteamos

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¿Cómo insultamos los argentinos? Va de nuevo, ¿cómo puteamos los argentinos? ¿Qué términos elegimos para agredir? ¿A qué nos referimos? ¿Nos da lo mismo una palabra u otra? Somos mundialmente conocidos por el uso y abuso del boludo, derivado y transformación del che, sin embargo, fronteras adentro, ya no nos resulta demasiado efectivo el vocablo y preferimos otros, más adecuados. Los argentinos puteamos con contundencia, con sonoridad. Chasqueamos, frotamos, raspamos, explotamos. Puteamos como somos: ruidosos. Todos recordamos el discurso de Fontanarrosa en el Tercer Congreso Internacional de la Lengua Española, en el 2004, en Rosario. Entre otras genialidades, Fontanarrosa sostenía que el secreto y la fuerza de la palabra pelotudo radicaba en el fonema t. Es sabido que la palabra boludo hace rato ha dejado de tener un efecto insultante. Me pregunto si esa sedosidad en su pronunciación habrá influido. Las malas palabras y los insultos que usamos son escandalosos, audibles,

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Una nota de Daniel Gigena en La Nación, sobre voces de mujeres en la literatura argentina actual en la que tengo el orgullo de ser mencionada: http://www.lanacion.com.ar/1876519-mujeres-que-se-escriben

Escenas veraniegas de la vida familiar

El Sr. Xy llega, apoya la heladerita en la arena, clava la sombrilla y se va en dirección al mar. Se moja los pies, junta coraje y venciendo la temperatura fría del agua, va enfrentando una a una las olas hasta zambullirse por completo. Ahora decide salir y emprende el camino de regreso, ejerciendo una leve resistencia a la presión del mar al replegarse. Bajo la sombrilla ya está instalada su esposa, la Sra. Xx, terminando de poner el protector a cada zona de piel vulnerable al sol de cada uno de sus tres hijos. Cuando termina esta tarea y los chicos se disponen a jugar, ella se dedica a armar la mesa plegable, sacar de la heladerita los menesteres y preparar los sándwiches que conformarán el almuerzo programado para ese mediodía playero. Extrae del paquete la calculada cantidad de veintiséis rodajas de pan lactal, en función de la suma de lo que cada miembro familiar acostumbra a comer. Las unta con mayonesa e intercepta, entre cada par de rodajas, fetas de jamón y queso, proporcion

Crónica de un fracaso anunciado

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                                                      ¿Cómo se le dice? Ah, sí, una profecía autocumplida. Eso fue. Nunca tuve un espíritu deportivo. Mis dos mayores logros fueron ser elegida como defensa de pelota al cesto, en sexto grado de la primaria, en un único torneo entre escuelas y el elogio de mi profe de natación: “sos una buena pechista”, aunque jamás aprendí el estilo mariposa, en espalda era un queso y en crol, mediocre. Pero las crisis no pasan porque sí y el año pasado me propuse salir a correr. Estimulada por las fotos de amigos, conocidos e ignotos en Facebook, viendo la proliferación de carreras, una mañana, bien temprano, cuando mis hijas ya habían salido para la escuela, rompí con la inercia procastinadora y me fui a la Plaza Rivadavia. Empecé caminando, soy conciente de mis limitaciones. Ese primer día fue un éxito: alcancé a correr dos cuadras. Para mí, eso fue como haber escalado el Everest. Las dos semanas siguientes fueron una cosecha de éxitos. Había
Empezar un texto diciendo que desde chica no me gustan los carnavales es apelar a un lugar común. Sin embargo, me pareció la manera más sensata de empezar. Mi disgusto tiene su origen en mi pueblo y en la infancia. Íbamos a la calle principal a ver pasar a las comparsas. Me gustaban el desfile de carrozas y los bailes. No recuerdo con nitidez si nos disfrazábamos; quizás sí, el eco borroso de mi memoria me indica que tal vez en los primeros años. La parte odiosa venía con la espuma. Los varones nos corrían, nos atrapaban y nos llenaban la cara de espuma. Tengo la imagen de aquel que quizás haya sido el último carnaval en Gálvez al que asistí: volviendo sola a mi casa, los ojos rojos, llorando irritación y bronca, jurando no volver a pisar un corso así fuese la última fiesta en la historia de la humanidad. Otra historia, y la misma, eran las bombitas. No me molestaba que me mojaran pero el carnaval se convertía en una caza. Siempre eran los varones que nos perseguían a las chicas y n