Milva, la cantante de Haedo



Haedo tiene tren, no tiene tranvía -igual que Santa Marta-  y no sé si tuvo. También tiene cine, un túnel, una universidad, un hospital.
Tiene la avenida más larga que, cuando se curva, le da paso al viento. En esa curva siempre hay fresco aunque el calor sea un bloque de cemento sobre la cabeza, metros más allá.
Haedo es una localidad del conurbano oeste; es parecida a un barrio, como un barrio es parecido a un pueblo. Y como toda localidad conurbanense, como todo barrio y pueblo, Haedo tiene sus personajes idiosincráticos, folclóricos.
Dicen que se llama Silvia, también Lidia. La nombran con variados apelativos, algunos no muy discretos. En adelante la llamaremos Milva. Para identificarla, se puede decir que es la mujer que canta ópera en las calles de Haedo, la que va con su pavita y su mate, la desabrigada durante todo el año. Con esos pocos datos, los que la conocen, ya tendrán introducción suficiente.
Milva es una mujer menuda, de más de cuarenta o quizás, más de cincuenta; vive al margen de las personas, los lugares, los convencionalismos y la edad también es uno.
Sospechamos que fue rubia: nos basamos en su tez blanca, sus ojos claros o tal vez es una broma que nos juega su melena canosa, sin vestigio de color. Vive con lo más elemental o incluso, con algo menos que eso.
Todos la conocen en Haedo. Todos los que van, vienen o permanecen en el barrio, la vieron en alguna oportunidad: Milva atraviesa las calles con una pava y un mate y entona canciones con vibratos y melismas, vocales adornadas por su voz o en un idioma que no llegamos a comprender.
Todos la ven, a diario, envuelta en vestiditos de verano, cualquiera sea el clima. Sus ojotas dejan ver unos pies agrietados, inflamados, con costras de suciedad. Su cabello, en ocasiones, tiene una pátina de grasa que le separa los mechones; en otras, se la ve un poco más limpia. Los pies siempre sucios, siempre maltratados, delatan su soledad, su desvarío, su mundo privado e inalcanzable, sin más reglas que las de su conciencia.
No habla con nadie, o tal vez con nadie que uno pueda percibir. Si alguien le habla, tampoco lo sabemos.
Los vecinos saben dónde vive. Algunos dicen que su casa está impecable, nadie confesó haber entrado alguna vez.
Milva entra en los negocios de venta de ropa y mira los percheros con detenimiento. Los vendedores la miran a ella de reojo.
Varias veces al día va a una farmacia. Se pesa. En verano se queda un rato frente al ventilador. Alguna vez hizo flexiones o conversó con ese alguien que la acompaña y que nadie ve, excepto ella.
¿Cómo se mide el tiempo para Milva? Sabemos que es inmune al invierno: nunca la vimos temblar, castañetear los dientes, nunca la escuchamos quejarse del frío o acurrucarse en un zaguán o protegerse del viento ni la lluvia. No trabaja ¿Tendrá organizados sus conciertos de canto lírico callejero en programas específicos, en jornadas planificadas? ¿Sus sesiones de mates responderán a algún horario o simplemente lo toma cuando tiene ganas? ¿Milva tiene un plan o tiene ganas?
Va al banco, cada mes. Nadie sabe si cobra una jubilación o una pensión. No pide o, si lo hace, su sutileza le evita la vergüenza de la limosna.
Hace unos años entraba al Macdonalds, pedía un vaso de soda y se quedaba durante horas leyendo el diario. Pasaba al baño y se lavaba las manos, con manía aséptica, durante largos minutos. Eran otras épocas, la contracara, la limpieza impoluta.
Dicen que fue cantante de ópera del Teatro Colón, que antes era “normal”, que se comportaba como cualquier vecino; dicen que tiene una familia que la provee de lo más elemental pero nada más que eso.
Muy pocos le temen, ya se sabe que no es agresiva, no se mete con nadie.
Podríamos pensar que Haedo la respeta como a una rareza. O tal vez el respeto responde al misterio: nadie sabe qué le pasó para haber llegado ahí. Cómo fue que Milva ingresó a ese terreno indefinido, laberíntico, que se teme porque no se conoce. Nadie sabe cuál es el camino, cuáles las señales, dónde está el límite que marque la frontera. Esa fina línea que separa este territorio de aquel que Milva habita, al que cualquiera puede llegar, sin saber, sin darse cuenta, un día irreversible.



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