Variaciones de un viernes

– Son épocas para abrir un blog– le dijo él y ella pensó que tenía razón. Que tendría que escribir en el suyo, en el que tiene abandonado, todo lo que pensaba hoy.
Se quita los anteojos. Ahora, no puede leer con nitidez con los anteojos puestos. Antes sí pero ahora, con la nueva graduación tiene que sacárselos. No sabe si subirlos hasta la coronilla o dejarlos en la mesa. No se decide y la duda la ridiculiza. Le parece absurdo que a los cuarenta y cuatro años siga estrenando gestos.
Se acuerda de Beatriz, esa mujer bellísima que conoció hace un par de años. Beatriz debe tener más de cincuenta o más de sesenta, tal vez. Tan hermosa y atractiva como podría ser cualquier veinteañera. Quizás, a instancias de eso que ella tiene, que no tiene una joven. Beatriz no ocultaba sus arrugas. Al revés de ella que no los necesita para ver de cerca, Beatriz se sacaba los anteojos para mirar de lejos; un gesto mínimo, cotidiano y espontáneo. Inclinaba levemente la cabeza hacia el costado y con los anteojos en la mano, su brazo trazaba un arco en el aire que terminaba en la mesa. Los apoyaba allí, y con el índice tocaba el puente entre los cristales mientras hablaba de Lacan. Durante más de un año, una vez por mes, Beatriz, los anteojos y Lacan conformaban una fórmula indivisible.
Se preparó un Campari. Naranja de jugo y de ombligo. Se descubrió anciana sabiendo qué es una naranja de ombligo. Anciana y pueblerina.
A la tarde viajó a Capital, como cada primer viernes del mes. En el 132, de vuelta a Once, viajó sentada en el asiento de la ventanilla. Al momento de bajar giró hacia el costado y se tomó de la manija del asiento de enfrente, preparada para salir al pasillo.
– Permiso– pronunció. El tipo de al lado no se movía a pesar de haberla visto porque ella entraba perfectamente en su campo visual. Creyendo que no la había oído, elevó la voz:
– Permiso, por favor.
– Ah, ahora sí.
No supo si reírse o matarlo. No le gustaba reaccionar con vehemencia en esos casos porque tenía miedo de una estampida del otro lado. No le había dicho “me bajo” o “correte”. Le pidió permiso. El tipo obstaculizaba su salida, no tenía que pedirle por favor, era su obligación dejarla pasar. Se mordió el labio inferior.
En la estación de tren de Once, la gente hacía cola para entrar a los vagones. Una fila ordenada en las marcas amarillas del piso, indicadoras del sitio donde estarían las puertas al detenerse la formación. La gente respetaba el orden. A ella, una señora la empujaba de atrás:
– Apurate nena que no va a haber lugar.
– No me empuje, señora.
Un vendedor ambulante canturreaba: “Hay agua. Hay agua mineragua”. Ella pensó qué juguete maravilloso es el lenguaje.
Entraron todos, se sentaron, la señora que empujaba también. En el Sarmiento tuvo frío por el aire acondicionado.
A la noche le dolió mucho la cabeza. Se tomó un tetralgin. No pudo ir a yoga y avisó. Su profesora le mandó un mensaje diciéndole que hiciera respiraciones y que la quería mucho. A la media hora se le pasó el dolor.
Al final del día terminó un libro que no le gustó. Que desde la mitad no le gustó. O su curiosidad es demasiado indulgente o su paciencia demasiado tonta.
Sí, son épocas para abrir un blog.

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